Los transeúntes corrían buscando refugio, los vendedores cubrían sus puestos y los autos hacían sonar sus bocinas en una sinfonía ansiosa. Pero en medio de todo, Samuel, un habitante de calle conocido por su sonrisa y su peculiar alegría, se convirtió en el protagonista inesperado.

La lluvia, que pronto se convirtió en aguacero, transformó las calles en pequeños arroyos. En la esquina de una plaza, donde el agua serpenteaba formando un delgado cauce, Samuel vio la oportunidad de escapar, aunque fuera por unos instantes, de las preocupaciones cotidianas. Con la camiseta pegada al cuerpo y los pies descalzos, se lanzó sin dudar al arroyo improvisado, deslizándose como un niño que encuentra en lo simple la felicidad.

Rodeado por el repiqueteo constante de la lluvia y los murmullos de quienes se quedaron a observar, Samuel reía a carcajadas, levantando los brazos al cielo y cerrando los ojos, disfrutando de cada gota. El agua tibia, que recogía los secretos y aromas de la ciudad, lo envolvía como un manto efímero. Los relámpagos iluminaban la escena, y por un momento, el mundo parecía detenerse.

Algunos espectadores, entre la sorpresa y la ternura, capturaban el momento con sus teléfonos, mientras otros simplemente sonreían, recordando que la alegría a veces se encuentra en lo más inesperado. Samuel, deslizándose por el pequeño arroyo, enseñaba que la vida, con todas sus penurias, todavía tiene destellos de libertad y felicidad pura.

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