En una escena digna de una telenovela bolivariana, Gustavo Petro se subió al escenario de la Plaza de Bolívar el 1 de mayo con su ya inseparable fetiche histórico: la espada de Simón Bolívar. Como si se tratara de una reedición tropical de Hugo Chávez, el presidente colombiano desempolvó la reliquia y la alzó con teatralidad ante una multitud fervorosa, convencido de que con símbolos se gobierna mejor que con resultados.
Guantes blancos en mano (para no rayar la reliquia ni su ego), Petro blandió el acero como si fuera a liberar a Colombia… de la mismísima Constitución. El acto sirvió como antesala a su nuevo grito de batalla: una consulta popular para revivir su reforma laboral, esa que lleva más tiempo en coma que en discusión.
Como buen aprendiz del libreto chavista, Petro no desaprovechó la ocasión para acusar al Congreso, a los medios, a la oligarquía y hasta al clima si se dejaba, de torpedear su mandato. “Aquí hay democracia o cambiamos las instituciones”, sentenció, dejando claro que si las reglas no lo favorecen, pues se reescriben. Al mejor estilo del comandante eterno.
Acompañado por su hija, funcionarios leales y un grupo de guardias al servicio de la escena, el mandatario agitó también la bandera de Bolívar (la rojinegra, no la amarilla-azul-roja), como si quisiera advertir que el país que él tiene en mente no es el de los libros, sino el de sus sueños revolucionarios.
Mientras tanto, en las redes, medio país aplaudía y el otro medio suspiraba, resignado. Porque si algo quedó claro, es que Petro no quiere ser un presidente cualquiera: quiere ser el Bolívar reencarnado… o, al menos, el Chávez colombiano.