Estuve meses dormido, envuelto en el abrazo frío del Ártico, mientras la oscuridad lo cubría todo. No sentía el tiempo, solo el silencio profundo de la nieve y el hielo. Pero algo en el aire cambió. Un calor suave me acarició el hocico, y supe que había llegado el momento.

Salí de mi cueva y entrecerré los ojos. Allí estaba: el sol. Alto, dorado, tibio. El primer rayo en mucho tiempo. Brillaba sobre los témpanos y hacía destellos en el agua helada. No pude resistirme. Corrí, rodé, jugué.

Me lancé sobre la nieve como un cachorro. Me revolqué entre los copos frescos, salté sobre las rocas heladas y dejé que la luz calentara mi lomo. Era como volver a nacer. A mi alrededor, el Ártico también despertaba: las focas asomaban la cabeza, los pájaros cantaban con timidez, y el hielo crujía con vida nueva.

Hoy, el mundo dejó de ser solo blanco y gris. Hoy, todo brilló. Y yo, un oso polar más, celebré el regreso del sol con la alegría más pura: jugando.

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