Las recientes imágenes de buques de guerra estadounidenses rumbo al sur del Caribe, a pocos kilómetros de Venezuela, evidencian un reacomodo estratégico de Washington en América Latina. El despliegue, que incluye al USS San Antonio y al Grupo Anfibio Listo Iwo Jima, representa la mayor operación militar desde la invasión a Panamá en 1989, según la propia Casa Blanca.

Más allá del discurso oficial de combatir a las “organizaciones narcoterroristas”, la maniobra tiene claras lecturas geopolíticas: Estados Unidos envía un mensaje directo al régimen de Nicolás Maduro, en un momento en que Caracas busca afianzar sus alianzas con Rusia, Irán y China. La presencia de infantes de marina y sistemas de artillería de largo alcance no solo incrementa la presión militar, sino que también configura un escenario de disuasión regional, colocando a Venezuela en el centro de un pulso de poder hemisférico.

El Caribe, históricamente considerado el “mare nostrum” estadounidense, vuelve a convertirse en un espacio de proyección de fuerza. Este movimiento militar apunta a reforzar la narrativa de la administración Trump sobre la amenaza transnacional del narcotráfico, pero también busca limitar la influencia extrarregional en el continente, particularmente la de potencias que han respaldado al chavismo.

El despliegue tiene además un efecto de advertencia hacia gobiernos vecinos: Washington conserva la capacidad de movilizar rápidamente fuerzas anfibias y de artillería en su periferia inmediata, reafirmando su rol de garante de seguridad en el hemisferio.

En este contexto, el reto para Maduro es doble: enfrentar la presión militar externa y mantener la cohesión interna en medio de sanciones, crisis económica y aislamiento diplomático. La operación en el Caribe no es solo un movimiento bélico, sino una pieza más en el tablero de la geopolítica global donde América Latina vuelve a cobrar protagonismo.

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