Bajo el cielo gris de una tarde lluviosa en Barranquilla, el jueves 6 de junio, la ciudad despertó a un espectáculo celestial. Las nubes densas que cubrían el firmamento se desvanecían lentamente, dejando paso a un arco iris majestuoso que pintaba el cielo con sus siete colores.

La lluvia, como un manto de lágrimas que acariciaba la tierra, había cesado. Las gotas, aún brillantes en las hojas y en las ventanas, reflejaban la luz que comenzaba a filtrarse a través de los resquicios en las nubes. Era un momento efímero, un suspiro de la naturaleza que capturaba la esencia de lo eterno.

Los colores del arco iris se desplegaban como una promesa, un recordatorio de la belleza que surge después de la tormenta. La ciudad, normalmente vibrante y bulliciosa, se detuvo por un instante para contemplar el milagro. La gente miraba al cielo, maravillada, mientras las notas de la canción de Escalona resonaban en sus corazones:

«Cuentan que los arco iris y que nacen En la nevada frente a Valledupar
Y después de un aguacero y que se esconden En la sabana, cerquita e’ patillal».

El arco iris, un puente entre lo terrenal y lo divino, brillaba con una intensidad que parecía iluminar no solo el cielo, sino también los corazones de quienes lo contemplaban. Los niños señalaban con dedos curiosos, y los ancianos, con una sonrisa sabia, recordaban otros arco iris de tiempos pasados.

Así, Barranquilla, en esa tarde de junio, se convirtió en un lienzo donde la lluvia y la luz dibujaron un cuadro de esperanza y belleza. El arco iris se alzó como un canto de la naturaleza, una poesía visual que resonaba con las palabras de Escalona, recordándonos que tras cada tormenta, siempre hay un arco iris que espera para decirnos que el sol volverá a brillar.