La primera vez que el país lo vio llorar fue en enero de 1991. Entre cámaras, micrófonos y el frío de una mañana bogotana, Miguel Uribe Londoño despidió a su esposa, Diana Turbay, periodista de voz serena y mirada firme, arrancada de su vida en un operativo de rescate que terminó en tragedia. Aquella vez volvió a casa con dos niños pequeños y un silencio que pesaba más que las palabras.

Treinta y cuatro años después, la violencia tocó de nuevo a su puerta. El 11 de agosto de 2025, su hijo, Miguel Uribe Turbay, murió tras más de dos meses de agonía, víctima de un atentado político. Otra vez el duelo, otra vez las miradas de consuelo ajeno, otra vez la sensación de que el país se ensaña con quienes sueñan en voz alta.

En su historia, la muerte no llegó como un accidente o una enfermedad; llegó como un eco de disparos y decisiones sin rostro, como una carta sin remitente que sólo decía: “Colombia no perdona”. Miguel Uribe Londoño es hoy un hombre que carga con dos ausencias irreparables, un testimonio vivo de que la violencia no sólo mata cuerpos, sino que hiere generaciones enteras.

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