Crónica del día en que un misionero norteamericano probó la mojarra de Barranquilla y el destino le guardó un solideo blanco.

Nadie lo sabía entonces, pero aquel hombre de andar sereno que cruzó las puertas del Liceo Cervantes en 2002 traía en los bolsillos la brisa del Vaticano y una sonrisa dispuesta a bendecir sin aspavientos. Era Robert Francis Prevost, superior de los agustinos, que había llegado a Barranquilla en misión pastoral y terminó, sin quererlo, dejando una estela de santidad entre el calor, las oraciones y el aroma irresistible del arroz con coco.

Los muchachos del colegio lo miraban como se mira a un tío lejano que vuelve con historias del mundo. Caminaba entre los patios como quien reconoce un territorio familiar, con la sotana ondeando entre el sol y el viento. No hablaba español con fluidez, pero sabía bendecir con los ojos y reír con el alma. Se sentó entre los sacerdotes, compartió plegarias en la parroquia San Nicolás de Tolentino, y cuando le ofrecieron mojarra frita, no preguntó qué era: cerró los ojos y se dejó llevar.

Fray Ronal Antívar, que era entonces uno de los hermanos jóvenes, recuerda aquella visita como se recuerdan los aguaceros de junio: inesperada, fecunda y luminosa. “Nos escuchaba, nos animaba, y sin que lo notáramos, sembraba humildad donde a veces había prisa”, cuenta hoy, ya como vicario provincial y rector del instituto.

León XIV, lo llaman ahora. Pero para quienes lo vieron pasar entre pupitres, estrechando manos y saludando en los pasillos, seguirá siendo ese hombre de voz suave que se dejó abrazar por el Caribe. El primer papa agustino. El que rezó con nosotros antes de rezar por todos.

Quizá Dios lo eligió en Roma, pero fue Barranquilla quien le susurró el camino.

#LeónXIVEnBarranquilla